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domingo, 13 de noviembre de 2022

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Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas

Mirad que nadie os engañe. Ocurrirán catástrofes, y surgirán falsos profetas que nos dirán: Se acerca el fin del mundo. Se producirán grandes terremotos, y habrá quien diga que son castigo de Dios por los pecados del pueblo. Será destruido el templo de Jerusalén, majestuoso, espléndido, pero no será señal de que el final del tiempo ha llegado. Y habrá grandes guerras, pero tampoco será el fin. Y en todos estos fenómenos aparecerán voces que proclamarán a los cuatro vientos que hay que convertirse a un Dios, que es un juez implacable y severo.

 Pero la voz de la Verdad, Cristo, nos dice hoy y siempre: No tengáis pánico. Son varias las veces en que Jesús nos invita en el Evangelio a no tener miedo. El miedo es propio de la condición humana, pero nuestra condición de creyentes es más fuerte, más firme, más segura, porque sabemos que el Espíritu acude siempre en ayuda de nuestra debilidad (Rm 8, 26). Nadie, por tanto, puede decir Yo soy, arrogándose el ser del verdadero Dios para que vayamos tras ellos. Sólo lo puede decir el que realmente lo es, Dios, sólo él puede decir, y lo dice, Yo soy. En él creemos, en él nos apoyamos, a él buscamos siempre para amarle y ser por él amados.

Lo que tenemos que hacer quienes nos consideramos discípulos de Jesús, entre tantos agoreros y falsos profetas, es ser testigos de la Verdad. Seremos perseguidos, marginados, mofados, encarcelados por causa del nombre de Jesús. Si ocurriera esto, y ha ocurrido en muchos a través del tiempo, será una ocasión propicia para ser testigos de la Verdad. Sólo tenemos un salvador y un mediador, Jesucristo, que ya vino, ha resucitado, está con nosotros y nos envía a proseguir su causa. Dar testimonio de Jesús, que murió, resucitó y vive, es tarea de todos. Y recordemos que la palabra testigo equivale, en griego, a mártir. Y el primer testigo-mártir fue Jesús. A él seguimos, con él morimos y con él viviremos.

Jesús Resucitado no resuelve el hambre, ni las crisis que enriquecen a algunos y empobrecen a la mayoría, ni las guerras de los dictadores y ambiciosos, todas injustas, ni la corrupción insaciable de muchos. Pero no es menos cierto que Jesús nos da, con toda su potencia, luz y energía interior para luchar por un mundo más humano y justo. Así que los mesías salvadores de esta terrible situación somos hoy nosotros mismos.

El mundo se acabará, pero su palabra, que es él mismo, permanecerá siempre. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán (Mt 24, 35). El tiempo, que tendrá su final, devendrá en eternidad. No valen, por tanto, en los creyentes lamentos ni desaliento alguno por los males que acontecen en el mundo como si fueran el final de todo. La naturaleza se rebela y causa desastres terribles, difíciles de predecir muchas veces: terremotos que hacen tambalear todo, volcanes que queman arrasan con su lava la tierra por donde pasa, guerras devastadoras, incendios de bosques, etc.

Y habrá quien diga que los tiempos de ahora son malos, que los de antes eran mejores, y dirá Agustín dirá: "«Malos tiempos, tiempos fatigosos» —así dicen los hombres—. Vivamos bien, y serán buenos los tiempos. Los tiempos somos nosotros; como somos nosotros, así son los tiempos" (S. 80, 8). En estos casos, el creyente debe mantenerse en pie. Como María junto a la cruz de su Hijo. Afincados en la roca que es Cristo; en su palabra, que es viva y eficaz; en el Espíritu, que es vida, luz y fuerza. De nosotros depende que los tiempos sean buenos, aunque los males abunden o nos acose el maligno, que tiene nombre propio.

Las dificultades que nos esperan son reales. No seamos ingenuos. En el mundo hay maldad, sufrimiento y dolor; la injusticia campea a sus anchas; la corrupción se instala en todos los estratos de la sociedad; los halagos, todos engañosos, nos pueden despistar; la envidia de los que "triunfan" en la vida nos puede amilanar, la persecución, si se diera, acobardar.

En ningún momento nos dice Jesús que camino del seguimiento será fácil, exitoso  y lleno de gloria. Al contrario, nos da a entender que nuestra vida, larga o corta, estará sembrada de dificultades y de luchas. Jesús no es triunfalista ni alimenta nuestra hambre de seguridad y grandes logros. Este camino que a nosotros nos parece extrañamente duro es el más acorde a una Iglesia fiel a su Señor.

Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas, en el pasaje de hoy. Y en otro lugar: Seréis odiados por todos a causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el final, se salvará (Mt 10, 22). Persevera quien está unido vitalmente a Cristo, como el sarmiento a la vid; quien con la fuerza que recibe del Espíritu lucha contra el mal; quien, contra viento y marea, sigue construyendo el reino de Cristo en la tierra; quien camina en pos de Cristo con su cruz y no se detiene, y, se cayera, se levanta y sigue; quien a su fe y amor añade una esperanza firme; quien...

Es el Espíritu de Jesús quien nos anima y sustenta nuestra fe. Es él quien nos infunde valor para dar testimonio de Jesús en una sociedad hedonista, alejada de Dios o indiferente a todo lo que a él se refiere. Es él quien nos ayuda a perseverar en el seguimiento de Cristo cuando se presenta la persecución por causa del Evangelio, cuando la tribulación o el peso de la cruz se hace humanamente insoportable, cuando la andadura del camino se hace penosa, larga y difícil. Es él quien nos empuja y estimula para seguir a pesar de todo.

Por él perseveramos "hasta el final". Por él, y a pesar de todo, vivir nuestra fe es causa de mucho gozo, de paz interior y de amor del bueno. En la meta final de nuestro caminar por este mundo nos espera el abrazo del Padre. Un abrazo que nos hará inseparables de él por siempre.

No nos interesa preguntar, como los discípulos. "Cuándo ocurrirá? ¿Cómo lo sabremos que se cumplirá lo que dices? ¿Cuál será la señal?". Quieren estar seguros y tranquilos, quieren dominar el tiempo y sus circunstancias, quieren saberlo todo. Son humanos. Pero, para lo creyentes, es suficiente, además de necesario, confiar plenamente en el Padre que nos espera, en el Hijo que nos invita, en el Espíritu Santo quien nos anima. La confianza en Dios será garantía de nuestra perseverancia hasta el final.

San Agustín:

 ¿Cómo es posible decir que no se le ha dado la perseverancia hasta él fin al que se le concede sufrir, o mejor, morir por Cristo? San Pedro Apóstol, demostrando que esto es un don de Dios, afirma: Mejor es padecer haciendo bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer obrando mal3. Al decir si tal es la voluntad de Dios, demuestra que es don de Dios el padecer por Cristo, cosa que no se da a todos los santos, y por esto no se ha de decir que no alcanzan el reino de Dios, no entran en su gloria perseverando hasta el fin en Cristo, aquellos que no tienen la gloria de padecer por Cristo, porque Dios no lo quiere. (Del don de la perseverancia II, 2).

P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

 

jueves, 10 de noviembre de 2022

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"Sin tu ayuda divina no hay nada en el hombre, nada que sea inocente." 

Estas palabras parecen un poco negativas, pero lo que dicen es completamente cierto. Sin la acción del Espíritu Santo no hay nada inocente en nuestras vidas. 

Es verdad que sin el Espíritu Santo podemos construir una casa, o ganar dinero, o dar un buen examen; también podemos hacer cosas que en apariencia son virtuosas, como ahorrar dinero, o evitar las drogas, etc. Pero nada de eso es en verdad santo y bello sin la acción del Espíritu Santo. Porque sin él en realidad estamos siempre buscando nuestro interés sin preocuparnos con sinceridad por el bien de  los otros. Sin él tampoco nos interesa de verdad la gloria de Dios. 

Nosotros podríamos decir que hay personas que no son cristianas, o que son ateas, pero que verdaderamente dan la vida por los demás. Es posible; pero si eso de verdad es sincero y generoso, es porque en ellos está actuando el Espíritu Santo. 

Muchas veces él está invitándonos a hacer el bien, pero su impulso no obtiene resultados porque nosotros lo ignoramos o nos resistimos. 

Pero si en algún momento lo dejamos actuar, y brota en nosotros un sentimiento verdadero de bondad, o una decisión realmente generosa, tenemos que darle gracias a él. Porque eso sería imposible sin su impulso, sin su invitación, sin su gracia que nos eleva.

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Los Cinco Minutos de San Agustín de Hipona

¿Por qué no trabajamos nosotros también aquí en la tierra, de manera que, por la fe, la esperanza y la caridad que nos unen a él, descansemos ya con él en  los cielos? Él está allí, pero continúa estando con nosotros; asimismo nosotros, estando aquí, estamos también con él. Él está con nosotros por su divinidad, por su poder, por su amor; nosotros, aunque no podemos realizar esto como él, por la divinidad, lo podemos sin embargo por el amor hacia él.

miércoles, 9 de noviembre de 2022

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 ¿Adónde hay que seguir al Señor? Sabemos adónde va: hace muy pocos días hemos celebrado su solemnidad. Resucitó y subió al cielo: allí hay que seguirle. No hay motivo alguno para perder la esperanza; no porque el hombre pueda algo, sino por la promesa de Dios. El cielo estaba lejos de nosotros antes de que nuestra cabeza subiese a él. ¿Por qué perder la esperanza si somos miembros de tal cabeza? Allí hemos de seguirle. ¿Y quién hay que no quiera seguirle a tal lugar, sobre todo teniendo en cuenta que en la tierra se trabaja en medio de tantos temores y dolores? ¿Quién no quiere seguir a Cristo a aquel lugar en el que la felicidad es suma, como también la paz y la seguridad perpetua? Cosa buena es seguirle a aquel lugar; pero hay que ver por dónde. En efecto, el Señor Jesús no decía estas cosas después de haber resucitado. Aún no había resucitado; tenía que pasar por la cruz, la deshonra, las afrentas, la flagelación, la coronación de espinas, las llagas, los insultos, los oprobios, la muerte. Es un camino para desesperados; te convierte en perezoso y no quieres seguirle. Síguele. Áspero es el camino que el hombre se hizo, pero está ya pisado por Cristo en su regreso al Padre. Pues ¿quién no quiere ir hacia la exaltación? A todos agrada la altura, pero la humildad es el peldaño para alcanzarla. ¿Por qué pones tu pie más allá de ti mismo? Quieres caer, no subir. Comienza por el peldaño y lograrás subir. Este peldaño de la humildad no querían subirlo los dos discípulos, que decían: Señor, ordena que en tu reino uno de nosotros se siente a tu derecha y otro a tu izquierda. Buscaban la altura, mas no veían el peldaño. Pero el Señor se lo mostró. ¿Qué les respondió? ¿Podéis beber el cáliz que he de beber yo? Los que buscáis la cima más alta, podéis beber el cáliz de la humildad? Por eso no dice simplemente: Niéguese a sí mismo y sígame, sino que añade: Tome su cruz y sígame.

S 96,3

 

 

domingo, 6 de noviembre de 2022

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No es un Dios de muertos, sino de vivos 

Los saduceos eran una secta en el mundo judío. Negaban la inmortalidad del alma y la resurrección. También negaban la existencia de espíritus o ángeles. Sostenían que Dios premiaba a los hombres buenos en vida, por lo que ellos, al ser ricos, ya habían recibido su premio. Su filosofía era materialista y mucho más mundana que la de los demás grupos. Pertenecían a la clase social alta. Contaban con cargos políticos importantes.

Unos saduceos se presentan a Jesús y lo quieren enredar con una idea ridícula y caricaturesca de la resurrección. Según ellos, el "mundo venidero será prolongación del que vivimos ahora; todo será más de lo mismo". Jesús les cambia radicalmente de plano. Jesús rechaza la idea vana y errónea de los saduceos que imaginan la vida de los resucitados como prolongación de esta vida que ahora conocemos. Resucitaremos para vivir una vida totalmente nueva. Resucitaremos y seremos hijos de Dios. Esta es la gran revelación que nos hace Jesús en el Evangelio.

Hay una diferencia radical entre nuestra vida terrestre y nuestra vida después de la resurrección. Viviremos con Dios, lo veremos tal cual es y él, con su amor de Padre, sustentará nuestra nueva existencia, feliz y gozosa con él. Esa Vida -así con mayúscula-será absolutamente nueva. Ya la teníamos aquí, en ciernes, desde nuestro bautismo. Entonces, en el cielo, será plena y definitiva.

No es fácil, humanamente, creer que Cristo resucitó. Es comprensible que haya muchos que piensen que es una leyenda de las tantas que han surgido a lo largo de la historia. Había sido torturado, clavado en una cruz y muerto a la vista de la muchedumbre que se había agolpado en la cima del calvario para presenciar su muerte... Hasta sus propios discípulos quedaron consternados, confusos e incrédulos. Y la ciencia humana nada puede probar con total seguridad. No era fácil creer. No lo es tampoco ahora.

Pero nosotros somos creyentes. Creemos en un Dios de vivos y no de muertos. Cristo vive. Murió, es verdad, y resucitó. Y esta verdad no nos la dicta la razón, falible muchas veces, sino la fe, que se basa en la palabra de Dios, que es la verdad. Mejor, La Palabra, así, con mayúscula, es el mismo Jesús… Y la palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros. Quien se hizo carne fue el Hijo de Dios. Él es la verdad personificada. Ni miente, ni se engaña, ni se equivoca. Él es la Verdad.

Creemos en un Dios-con-nosotros. Y nuestra fe es firme. Tan firme como la roca que asoma en la superficie del mar y que arranca de lo más profundo de sí mismo. Por eso Jesús nos invita a construir nuestra vida de fe sobre la roca que es él. Cristo resucitó,  sigue vivo, sustenta nuestra fe, anima nuestra esperanza y nos llena de su amor..

La fe en la resurrección de Jesús es vida para todos, es esperanza de salvación para toda la humanidad, es experiencia de la presencia de Dios muy dentro de nosotros. Y es fuente de gozo para quienes vivimos nuestra fe en Cristo resucitado. No puede haber gozo mayor ni alegría más desbordante.

Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe, dice San Pablo (1 Co 15, 14, 20). Si es vana nuestra fe, entonces, ¿cuál o cómo ha sido la fe de millones y millones de creyentes a lo largo de la historia, de miles y miles de mártires, de testigos fieles de Jesús en todos los tiempos, de una Iglesia siempre viva aunque también pecadora, de misioneros y apóstoles entregados del todo a la causa del Evangelio desde el principio y que los habrá siempre...? ¿Han vivido, trabajado, predicado y muerto basados en una fe vacía y sin sentido? Si la fe de los primeros cristianos era sólo una ilusión, ¿cómo fueron capaces de cambiar el rumbo de la historia  y "derrotar" a todo un imperio?

Si la fe se basara sólo en ver para creer o en conclusiones científicas irrefutables, tendrían razón los negacionistas o ateos. Pero la fe cristiana se basa en la palabra de Dios, que es viva, eficaz y siempre actual; la fe es adhesión vital y permanente a la persona de Cristo, que es, para todos, el Camino, la Verdad y la Vida. La fe no se puede imponer a nadie. Se propone con nuestra palabra y con nuestra vida, porque somos testigos de Jesús. No hay, por tanto,  contradicción entre fe y ciencia; no hay oposición entre la fe y la razón. Son dos campos que se iluminan mutuamente.

Cristo resucitó y nosotros con él. Una cosa es cierta: si hemos muerto con él, también viviremos con él. Si sufrimos pacientemente con él, también reinaremos con él (2 Tim 2, 11). Morir con él significa pasar, con él, de la muerte a la vida. Esa es y será nuestra pascua. Y reinaremos con él, porque él nos llevara adonde está él con el Padre. (Cf Jn 14, 1-6)

Nuestro Dios no es Dios de muertos, sino de vivos: porque para Él todos están vivos.  La muerte no tiene la última palabra en nuestra vida. No hay última palabra, porque la palabra de Dios permanece y con ella nos llama a todos a una vida de resucitados con Él. Nos ha  creado para la vida y no para la muerte. Y la vida que nos espera, es la vida en Dios: donde todo llega a su plenitud y todo queda transformado.

No podemos obviar la muerte. Será el final de la vida del hombre en la tierra. Pero si nuestra fe es viva y firme, no moriremos para siempre. Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá, dice Jesús (Jn 11, 25). La muerte es una realidad en nuestras vidas. Nadie se librará de ella. Pero no es ni será nuestro destino final, como creían los saduceos. La muerte ha sido destruida y aniquilada por la pasión de Cristo de una vez para siempre.

Gracias a Cristo, la muerte y el pecado ya no tienen ningún poder sobre nosotros. Viviremos para siempre. Seremos y estaremos vivos con Dios. Lo realmente importante es que nos encontraremos con Dios y viviremos con Él. La unión de Dios con sus hijos no puede ser destruida por la muerte. Su amor es más fuerte que nuestra propia muerte. Como el Padre desplegó todo su poder y fuerza resucitando a Jesús su Hijo, también lo hará con cada uno de nosotros.  Pues Dios es fiel, su amor y misericordia son eternos. Él no nos abandonará, y jamás nos veremos defraudados. Viviremos con él.

Todos deseamos oír la invitación del Hijo del hombre cuando nos presentemos ante él al final del tiempo: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo... Porque cada vez que lo hicisteis con uno de estos , mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 25, 34, 40)

San Agustín:

Eliminada la fe en la resurrección de los muertos, se derrumba toda la doctrina cristiana (S  361,2).

P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

 

 

 

domingo, 30 de octubre de 2022

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Hoy ha llegado la salvación a esta casa

Jesús siempre en camino. Es otra de las características del evangelio de Lucas. Comienza su ministerio en Galilea y camina, subiendo a Jerusalén, dando rodeos, sí, pero siempre hacia arriba, haciendo el bien por donde pasa, haciéndose el encontradizo con todos, diciendo siempre una palabra de vida, aclamado por el pueblo e incomprendido por los que se consideran buenos y observantes, a rajatabla, de la ley.

Y en este caminar se encuentra con otro “caminante”. Caminante de corto recorrido, pero caminante también. Porque Zaqueo ha salido de su casa y se ha ido acercando hasta el lugar por donde iba a pasar Jesús. Y se encuentran los dos.

Pero, antes, Zaqueo ha tenido que superar algunas dificultades. Entre otras, la muchedumbre que se interponía ante él por su pequeña estatura. La muchedumbre, reunida a ambos lados de la calle por donde venía Jesús, le impedía verlo, dado lo poco que alzaba del suelo. Pero si corta era su estatura, larga era su curiosidad. Si alta era la barrera de gente que tenía delante de sí, mayor era, aunque en ese momento no la sentía, la necesidad de un encuentro con quien venía a ofrecerle la salvación y una vida nueva. Por eso no se anda en “chiquitas”, y nunca mejor dicho, y trepa a lo alto de un árbol.

También nosotros somos pequeños, como Zaqueo, si caminamos muy a ras del suelo; es decir, conformes con lo que somos, y mediocres en lo que a la vida en el Espíritu se refiere. Lo somos también si la soberbia nos achica, si el orgullo y el amor propio nos empequeñecen; si miramos más la tierra que pisamos que “un poco más allá y más arriba”. Somos pequeños si nuestra fe no ha seguido creciendo, si nuestra vida de piedad se ha quedado estancada, si hemos puesto un límite al amor a Dios y a los hermanos, cuando sabemos que la medida del amor es el amor sin medida (S. Agustín Ep 109, 2).

Somos pequeños si nos despreocupamos de los demás y no pensamos en sus problemas y necesidades más apremiantes. Somos pequeños si el amor al otro, al hermano, a quien sea, se mueve sólo en el ámbito del respeto, la cortesía y las buenas maneras, y no en el de la donación gratuita, sacrificada y generosa. Somos pequeños si nuestra vida de cristianos se ha ido convirtiendo en costumbre, en un “ir tirando”… Nos hemos vuelto, quizás, “paticortos” en el espíritu,

A pesar de todo, queremos caminar; y caminamos. Con paso torpe o decidido, pero caminamos. No ha muerto, ni mucho menos, nuestro deseo de “ver” a Jesús. Quizás se encuentre un poco apagado este deseo, o no despierto del todo. Nuestra fe se mantiene viva, aunque frágil en ocasiones. Y sentimos también, a veces, que nuestra voluntad nos empuja a acercarnos al Señor. Y nos empuja, no tanto por curiosidad, cuanto por necesidad sentida. Y nos ponemos en camino.

Porque eso es -lo debe ser- nuestra vida cristiana: un caminar hacia Cristo, un ir siempre a su encuentro, un querer verlo aunque sólo sea, como dice san Pablo, a través de un espejo, opacamente (Cf. 1 Co 13, 12). Al discernir y aceptar la llamada del Señor a seguirle en cuanto cristianos -que en eso consiste la vocación por nuestro bautismo-, le dijimos, como san Pedro: “Te seguiré, Señor, a dondequiera que vayas”. Y nos pusimos en camino.

Pero nos ocurre, o nos puede ocurrir, como a Zaqueo: en este caminar para ver al Señor podrían interponerse una muchedumbre de fenómenos o situaciones que pudieran dificultar o entorpecer nuestro encuentro con Él. Situaciones o fenómenos que debemos superar o elevarnos sobre ellas para poder ver y dejarnos ver. Entre otras:

El medio ambiente en el que vivimos. En el mundo de nuestro entorno domina el hedonismo. El dios-placer está suplantando al Dios vivo. Y en la medida en que haya entrado en nosotros este fenómeno, viene a ser un muro que dificultará nuestro encuentro con el Señor a quien queremos ver.

El cansancio y la rutina. Cuando el cansancio, la rutina o la costumbre se incrustan en nuestro interior, el camino al encuentro con el Señor se hace muy cuesta arriba, la cruz más pesada, el gozo inicial va dejando paso a un cierto desencanto, y la vida, nuestra vida, viene a ser, entonces, un “muro de lamentaciones”, difícil de derribar o sobrepasar. Y muchas otros fenómenos o situaciones que se nos puedan presentar.

Zaqueo se creció subiendo a un árbol. Inició un camino de crecimiento hacia arriba y hacia adelante, pero, sobre todo, hacia su interior. Mejor dicho, ese crecimiento interior lo recibiría del mismo Cristo.

Tenemos a nuestro alcance medios muy eficaces para crecer en la fe. Y en el camino de tu vida encontrarás más de un “árbol” para subirte a él para poder ver a Cristo. Sugiero, entre otros: La Palabra de Dios, la fe, la Iglesia, los hermanos, María...

Baja aprisa, pues hoy tengo que hospedarme en tu casa. ¿Quién encontró primero a quién? O ¿quién fue el primero en ver al otro? Yo pienso que, como la iniciativa parte siempre de la gracia, tuvo que ser Jesús quien viera primero a Zaqueo y no al revés. Los ojos del corazón son más rápidos, más penetrantes y más capaces que los de la cara. Zaqueo quiso ver a Jesús, pero el Señor buscaba ya a Zaqueo más allá o más arriba de la muchedumbre. Y desde mucho antes de entrar en Jericó.

Viene y entra en nuestra casa. En nosotros. El encuentro con Jesús se hace comunión. Comunión de amor. Se aloja en nuestra casa, es decir, entra dentro de nosotros, y nuestro interior, o todo nuestro ser, se hace morada suya para habitar en ella. Y nos dirá también, como a Zaqueo, hoy ha entrado la salvación a esta casa.

La casa era Zaqueo. Era él mismo. La salvación que ofrece y trae Jesús lo renueva todo. Todo lo hace nuevo. De ahí que Zaqueo, impulsado por un espíritu nuevo, dijera: Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y a quien haya defraudado le restituyo cuatro veces más. Se cumplía en este caso lo que dice el Apocalipsis en el cap. 3, 20: Eh aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré y comeremos juntos. Aceptó Zaqueo a Cristo, y con Cristo le llegó la salvación.

Si le has alojado en tu casa y has entrado en comunión con él, sabrás qué decirle y cómo amarle. No te quedarás mudo por la emoción, sino que sentirás el impulso incontenible de decirle que quieres vivir una vida totalmente nueva. Como Zaqueo.

San Agustín:

Dios, que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti. ( S 169, 11, 13).

P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

domingo, 23 de octubre de 2022

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¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador

Parábola breve, hermosa y muy clara. Tan clara, que se entiende por sí misma. No precisa mayor explicación. Cualquiera, hasta los más sencillos, la entienden y captan fácilmente su mensaje. De ahí que sobran las palabras de quien esto escribe. Pero voy a ser un osado para decir algunas cosas. No quisiera opacar lo más mínimo el mensaje de Jesús. Pretendo solamente releer a mi manera lo que está escrito.

Jesús describe con mucha precisión las características de dos grupos muy conocidos en Israel: los fariseos y los publicanos.

Los fariseos se caracterizaban por observar escrupulosamente la Ley de Moisés. Hasta hacían ostentación pública de ello. Aparentaban ante el pueblo rigor y austeridad, pero su religiosidad era externa. Cumplían rigurosamente con la literalidad de lo prescrito y eludían su espíritu. De ellos dice Jesús que eran hipócritas, sepulcros blanqueados por fuera, pero, por dentro, llenos de podredumbre (Cf Mt 23, 27). Confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás.

Los publicanos se denominaban así porque ejercían o desempeñaban un oficio público detestado por el pueblo. Se dedicaban a recaudar impuestos para el Imperio romano. Eran considerados pecadores públicos por dos razones: Primero, porque colaboraban con un poder extranjero, y ningún judío podía reconocer otra autoridad que no fuera la de Dios. Segundo, porque se veían obligados a cobrar más de lo establecido para beneficio propio. Cobraban más de lo establecido con el fin de ganar para ellos un dinero. Es decir, robaban. Algunos de ellos, pocos o muchos, se enriquecían con el ejercicio de su profesión. Zaqueo, por ejemplo.

Acuden al templo a orar un fariseo y un publicano. Su forma de orar retrata a cada uno de ellos. El fariseo no se acusa de nada, no pide perdón  por sus pecados porque no los tiene. Sólo da gracias porque no es como lo demás: ladrones, injustos, adúlteros. Está erguido, de pie, altanero y arrogante. Hipócrita, en palabras de Jesús. ¿A quién da gracias? Oraba en su interior, dice el texto, pero en su interior estaba únicamente él. O sea, que se oraba a sí mismo. Se da gracias a sí mismo.

El Dios vivo, compasivo y misericordioso estaba fuera de su órbita personal. Por eso Dios no le escucha, porque no se revela a los soberbios. Su acción de gracias a sí mismo en un pecado de soberbia, que él no reconoce. Por eso no pide perdón. ¿Va a pedir perdón por ser bueno? Se considera autorizado a juzgar a los otros y a sentirse superior a ellos.

En cambio, el publicano se queda lejos y con la mirada baja. Se siente indigno de dirigirse a su Señor. Y en su oración se golpea el pecho, como para expresar el dolor que siente en su interior por sus pecados.  Como señala san Agustín, “aunque le alejaba de Dios su conciencia, le acercaba a él su piedad”. (San Agustín, De verb. Dom. Serm. 36). Reconoce humildemente su pecado y pide perdón al Señor. Ora recogido en sí mismo; ni se atrevía a levantar la vista. Pero levantaba su corazón hacia Dios y le decía: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. Quizás habían llegado hasta él las palabras de Jesús de que Dios, su Padre, perdona siempre de corazón a quienes de corazón se lo pidan (valga la redundancia).  

El término compasión es un sustantivo derivado del verbo compadecer, y compadecer significa sufrir-con. Cuando el publicano pide a Dios que se compadezca de él, le está diciendo a Dios que haga suya su situación de dolor, aunque no del pecado. Y Dios, Padre siempre bueno y misericordioso, lo enaltece, es decir, lo eleva hasta él. Queda perdonado y libre de su pecado.

La compasión, unida al perdón, es quizás la expresión más hermosa del amor. El Padre, en cuanto Dios, no puede sufrir al modo humano , pero puede asumir, como si fuera suyo, el dolor de quien pide perdón y sufre. Si así no fuera, su amor sería distante, frío e insensible. Pero no es así. Su amor es compasión, cercanía, ternura, misericordia y perdón. Por eso el publicano vuelve a su casa justificado. El fariseo, no. 

La pretensión del fariseo de ser más que los otros, es bajeza, porque se hunde a sí mismo, en su propia nada. La actitud humilde del publicano es "alteza", cercanía a Dios, porque sube hasta el mismo Dios, que lo aúpa. La oración de los dos expresa claramente su vida. Arrogancia en el fariseo, humildad en el publicano.

Aunque nos desagrada la actitud del fariseo y aprobamos el modo de orar del publicano, la verdad es que en nuestra oración tienen cabida, a veces, uno u otro. Deseamos complacer a Dios y nos consideramos, en ocasiones, superiores a otros. Oramos en nuestro interior, y quizás nos buscamos sólo a nosotros mismos. Pedimos perdón con humildad y nos olvidamos de dar gracias a quien nos perdona.

En esta parábola, Jesús desautoriza completamente a quienes que se presentan ante Dios llenos de autosuficiencia, alegando sus méritos, como pretendiendo exigir algo a Dios, concretamente el reconocimiento de su propia bondad y el perdón. Nos pide, más bien, que nos acerquemos a Dios con una actitud humilde, reconociendo nuestros propios límites y nuestra pequeñez. Y también que tengamos plena confianza en su Padre y nos pongamos en sus manos. Aunque el hombre viva hundido en el pecado, Dios, en su misericordia infinita, y sin que el hombre tenga ningún mérito, lo salva. ¿Por qué? Conocemos la respuesta a esta pregunta: Porque Dios es amor.

El ejemplo y modelo, como siempre, Jesús. No cometió pecado ni era arrogante.  La parábola no va con él. Es para nosotros. Sí nos pide que seamos compasivos como él lo es. Lo manifiesta en muchas ocasiones. Él hace visible la misericordia del Padre, su gracia salvadora, su cercanía y compasión. Come con los pecadores, perdona y no condena a la adúltera, se conmueve y hasta llora por el sufrimiento ajeno, hace el bien sin esperar recompensa, etc. El pueblo sencillo percibe en él la presencia de un Dios bueno. Por eso le siguen y se acercan a él.

Vivir como Jesús, que a eso estamos llamados, no es posible si no contamos con la ayuda y la fuerza del Espíritu Santo, que él mismo nos envía. El Espíritu nos anima a caminar en pos de Jesús con espíritu humilde, nos da la fuerza necesaria para perseverar en nuestra fe y crecer en ella, nos comunica el amor de Jesús para que vivamos como hijos de Dios y hermanos, nos enseña a pedir perdón... Recordemos: El Espíritu Santo acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos orar como conviene (Rm 8, 26)

San Agustín:

La misericordia trae su nombre del dolor por quien vive en la miseria; la palabra incluye otras dos: miseria y corazón (en latín: miseria y cor, cordis). Se habla de misericordia cuando la miseria ajena toca y sacude tu corazón. (S. 358 A (Morin 5); Cuando se encuentran y se unen las dos palabras aparece la: miseri-cordia.

P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

 

sábado, 22 de octubre de 2022

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VIII

   La suspenden del patíbulo
con ataduras violentas,
los pies arriba colocan
y hacia abajo la cabeza.
   Los crueles soldados pónenla 

en esa caverna,
cubren la fosa a la entrada
dejando los pies por fuera.
   No se veía un agujero
ni una rendija siquiera
para poder respirar
y tomar aliento afuera.
   El breve curso del tiempo
pasó veloz su carrera
cuando los rudos guardianes
entreabrieron una puerta.
   Más contemplan a la virgen,
atónitos, sin cadenas;
mudos, no saben qué hacer
por lo que acá sucediera.
   Pasado el primer momento
con voz amable la increpan
si en vez de sufrir prefiere
dejar su ley extranjera.
   A falta de persuasión
los refuta a su manera
y los exhorta a que abjuren
del yugo de las tinieblas;
   y que tiene mucha sed
les dice a los centinelas.
Un vaso le ofrecen de agua
a la garganta que beba.
   Esta sed que me devora,
responde en seguida ella,
no se apaga con esta agua
sino con otra, la eterna.
   Esa que Cristo prepara,
mi dulce Esposo, con esa,
que yo beberé, y ya nunca
mi garganta estará seca.
   Cantaré a Cristo y mis voces 
han de oír vuestras orejas;
de lo íntimo de mi pecho
llamaré que me defienda.
   Desde entonces dulcemente
como de un ángel su lengua
entonaba dulces cánticos.
La quietud era tremenda.
   Pues al punto conocieron
(aun cuando bárbaros eran)
que esas voces no emitía
una garganta terrena.
   Atan, de nuevo, las manos,
como antes, a la doncella;
clausuran el antro tétrico
porque respirar no pueda.
   Con más canciones prosigue
salidas de su alma tierna,
de invocar los dulces nombres
de María y Jesús no cesa.
   Por segunda vez descubren
la fosa, y ven la doncella
que está con las manos libres
y que nada las aprieta.
   Más ferozmente otra vez
la amarran, con mayor fuerza,

y con cerrojos de hierro
aseguran la caverna.
   Sonoras voces escuchan
que repite Magdalena
dulcemente y aterrados
se miran los centinelas.
   Abren de nuevo la fosa
para observar qué acontezca
y los lazos de las manos
los ven echados por tierra.
   Los pérfidos la abandonan;
no quisieran ya más verla;
y en el suplicio cantando
así suspendida queda;
   suspendida trece días
pasaba sin una queja,
que en medio del sufrimiento
permanece tan contenta.
   Constante venció el tormento, 
siempre con más fortaleza,
aumentando ciertamente
el premio de esa manera.
   (Ya feliz pasado había
una jornada, y no entera,
cuando entregaron a Dios
la vida de Magdalena).
   En todo ese tiempo nada,
ni un bocado probó ella;
en ese suplicio, nada,
ni una gota de agua fresca.
   La luna trazaba el círculo
anual para las cosechas 
cuando a la fértil vendimia
el mes de octubre se apresta.
   Desatose por entonces
una tempestad tremenda,
que inundó de agua la fosa.
Allí expiró la doncella
   Para subir al Esposo
por un camino de estrellas,
al  Esposo a quien amaba
con ansia imperecedera.
   El cuerpo echarlo a las llamas
Uneme furioso ordena
y que al punto sus cenizas
se arrojen al mar sin pena.
   Se cumple su voluntad,
aquella ordenanza pésima.
A Dios la gloria, su fuego
de todos el pecho encienda. Amén.

  Fray Andrés de San Nicolás
         (Roma 1656)
Traducción de Manuel Briceño Jáuregui, S.I.
   (Bogotá 1983).