domingo, 19 de febrero de 2017

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VII Domingo del Tiempo Ordinario (A)

Seguimos leyendo y escuchando el sermón de la montaña de Jesús. Recordemos que él no ha venido a abolir la Ley de Moisés,  sino a perfeccionarla, a llenarla de espíritu, para que no se quede en la mera letra. Los fariseos y los escribas eran estrictos cumplidores de la letra de la ley. No tenían en cuenta su espíritu.

Jesús dice que la observancia de la ley, si falta el amor, no sirve, se queda en letra muerta. Recordemos el hecho de que los fariseos le echan en cara de que cura en sábado, cuando la ley lo prohibía. Y él les dice que el bien de la persona está por encima de la ley.

El domingo pasado se refería a cuatro casos concretos señalados por la ley: Homicidio, adulterio, divorcio y el juramento. Hoy nos habla del amor. De un amor como el de su Padre Dios para con nosotros. Es decir, un amor exigente, y por lo tanto, auténtico y firme.

Repito: La llamada a amar es exigente. Seguramente, muchos escuchaban con agrado la invitación de Jesús a vivir en una actitud abierta de amistad y generosidad hacia todos. Lo que menos se podían esperar era oírle hablar de amor a los enemigos.

Sólo un loco les podía decir con aquella convicción algo tan absurdo e impensable: «Amad a vuestros enemigos, rezad por los que os persiguen, perdonad setenta veces siete... » ¿Sabe Jesús lo que está diciendo? ¿Es eso lo que quiere Dios? 

Los oyentes le escuchaban escandalizados. ¿Se olvida Jesús de que su pueblo vive sometido a Roma? ¿Ha olvidado los estragos cometidos por sus legiones? ¿No conoce la explotación de los campesinos de Galilea, indefensos ante los abusos de los poderosos terratenientes? ¿Cómo puede hablar de perdón a los enemigos, si todo les está invitando al odio y la venganza?

Me decía una persona creyente y muy practicante que no podía amar a uno, con nombre y apellidos propios, por el daño que estaba haciendo a muchos. Comprendo que es difícil, pero las palabras de Jesús dicen otra cosa. Una cosa es discrepar, criticar abiertamente lo que consideramos que está mal, rechazar ciertos planteamientos, y otra odiar a la persona.

Lo que caracteriza y distingue al seguidor de Jesús es el amor. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros. 

Jesús no nos habla arbitrariamente. Su invitación nace de su experiencia de Dios. El Padre de todos no es violento sino compasivo. No busca la venganza ni conoce el odio. Su amor es incondicional hacia todos: «El hace salir su sol sobre buenos y malos, manda la lluvia a justos e injustos». No discrimina a nadie. No ama sólo a quienes le son fieles. Su amor está abierto a todos. Él es amor.
Este Dios que no excluye a nadie de su amor nos invita a vivir como él. Esta es en síntesis la llamada de Jesús. "Pareceos a Dios. No seáis enemigos de nadie, ni siquiera de quienes son vuestros enemigos. Amadlos para que seáis dignos de vuestro Padre del cielo".

Jesús no está pensando en que los queramos con el afecto y el cariño que sentimos hacia nuestros seres más queridos. Amar al enemigo es, sencillamente, no vengarnos, no hacerle daño, no desearle el mal. Pensar, más bien, en lo que puede ser bueno para él. Tratarlo como quisiéramos que nos trataran a nosotros.

¿Es posible amar al enemigo? Jesús está invitando a sus seguidores a parecernos a Dios para ir haciendo desaparecer el odio y la enemistad entre sus hijos. Sólo quien vive tratando de identificarse con Jesús llega a amar a quienes le quieren mal.

Porque, dice el mismo Jesús: Si amáis únicamente a los que os aman o a los que os caen bien, eso no tiene ningún mérito. Eso lo hacen también los pecadores y los no cristianos. Y añade: Amad a vuestros enemigos, rezad por los que os persiguen.

Atraídos por él, aprendemos a no alimentar el odio contra nadie, a superar el resentimiento, a hacer el bien a todos. Jesús nos invita a «rezar por los que nos persiguen», seguramente, para ir transformando poco a poco nuestro corazón. Amar a quien nos hace daño no es fácil, pero es lo que mejor nos identifica con aquel que murió rezando por quienes lo estaban crucificando: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen".   
 P. Teodoro Baztán Basterra.

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