domingo, 20 de agosto de 2017

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XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO -A-

 También aquella mujer cananea que iba gritando tras el Señor, ¡cómo gritó! Su hija sufría un demonio; estaba poseída por el diablo, pues la carne no está de acuerdo con la mente. Si ella gritó tan intensamente por su hija, ¡cuál debe ser nuestro grito en favor de nuestra carne y nuestra alma! Pues veis lo que consiguió con su gritar. En un primer momento fue despreciada, pues era cananea, un pueblo malo que adoraba los ídolos. El Señor Jesucristo, en cambio, caminaba por Judea, tierra de los patriarcas y de la Virgen María, que dio a luz a Cristo: era el único pueblo que adoraba al verdadero Dios y no a los ídolos. Así, pues, cuando le interpeló no sé qué mujer cananea, no quiso escucharla. No le hacía caso precisamente porque sabía lo que le tenía reservado: no para negarle el beneficio, sino para que lo consiguiera ella con su perseverancia. Le dijeron, pues, sus discípulos: «Señor, despáchala ya, dale una respuesta; estás viendo que viene gritando detrás de nosotros (Cf Mt 15,23) y nos está cansando». Y él replicó a sus discípulos: No he sido enviado más que a las ovejas de la casa de Israel que se han perdido (Mt 15,24). He sido enviado al pueblo judío para buscar las ovejas que se habían extraviado. Había otras ovejas en otros pueblos, pero Cristo no había venido para ellas, porque no creyeron por la presencia de Cristo, sino que creyeron a su Evangelio. Por eso dijo: No he sido enviado más que a las ovejas; por eso también eligió personalmente a los apóstoles. De esas mismas ovejas era Natanael, de quien dijo: He aquí un israelita en quien no hay engaño (Jn 1,47). De esas mismas ovejas procedía la gran muchedumbre que llevaba ramos delante del asno que llevaba al Señor y decía: Bendito el que viene en el nombre del Señor (Mt 21,9). Aquellas ovejas de la casa de Israel se habían extraviado y habían reconocido al pastor que estaba presente y habían creído en Cristo a quien veían. Por lo tanto, cuando no atendía a aquella mujer, la dejaba para más tarde como oveja de la gentilidad. A pesar de haber oído lo que el Señor dijo a sus discípulos, ella perseveró gritando, y no se alejó. Y el Señor, dirigiéndose a ella, le dice: No está bien quitar el pan a los hijos y echárselo a los perros (Mt 15,26). La hizo perro, ¿por qué? Porque pertenecía a los gentiles, quienes adoraban los ídolos; pues los perros lamen las piedras. No está bien quitar el pan a los hijos y echárselo a los perros. Pero ella no dijo: «Señor, no me hagas perro, porque no lo soy», sino más bien: «Dices la verdad, Señor, soy un perro.» Mereció el beneficio por reconocer la verdad del insulto: pues donde se halló en dificultad la iniquidad, allí fue coronada la humildad. Así es, Señor, dices la verdad; pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus señores (Mt 15,27). Y entonces el Señor: ¡Oh mujer!, grande es tu fe; hágase según tú deseas (Mt 15,28). Poco ha perro, ahora mujer; ladrando se ha transformado. Deseaba las migajas que caían de la mesa, e inmediatamente se encontró sentada a la mesa. En efecto, cuando le dice: Grande es tu fe, ya la había contado entre aquellos cuyo pan no quería echar a los perros.
S 154 A, 5

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