domingo, 15 de octubre de 2017

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XXVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO ciclo A- Reflexión.

Jesús presenta hoy una de sus parábolas más hermosas. Es la parábola de los invitados al banquete de bodas.  El rey de la parábola es su Padre. El Hijo es él mismo. La boda es el reino de Dios que quiere establecer en la tierra. El banquete viene a significar el encuentro de amor de Dios con nosotros. Un encuentro gozoso y salvífico.

Ha mandado a sus enviados, profetas, apóstoles,  pastores, para invitarnos a todos a entrar en la sala del banquete. Muchos han rechazado la invitación, quizás por desconocimiento o ignorancia. Otros, quizás, por mala voluntad. Otros la han aceptado gustosos. Nosotros, entre otros.
Él no viene a imponer nada. Sólo invita, presenta o propone. Después, cada cual será libre para aceptar o rechazar su propuesta o invitación. El que quiera seguirme…dirá en más de una ocasión. Eso sí, una vez de optar libremente por él, exigirá fidelidad al compromiso contraído.

Si en otra ocasión invita a tomar cada cual su cruz y seguirle, hoy nos invita a una fiesta. Nos invita a estar con él, a gozar de su presencia siempre amorosa, a ser seguidores suyos, a vivir una experiencia de vida nueva. Sin mérito alguno por nuestra parte. Como los invitados, buenos y malos, al banquete de la parábola del evangelio.

Todo es don gratuito o regalo de parte de Dios, que así nos ama. Y esta oferta o invitación es permanente.  Es que podemos desertar en cualquier momento. Es tarea del tentador sacarnos del banquete de boda, alejarnos de Dios, apartarnos del seguimiento de Cristo.

Pero somos creyentes en Jesús, hemos optado por él, contamos con su compañía y él con la nuestra, gozamos con su amor y agradecemos su presencia en nuestras vidas. Aceptamos su invitación, porque él quiere establecer una alianza de amor con nosotros.

Todo esto queda reflejado en la primera lectura del profeta Isaías. Dice así: El Señor preparará para todos los pueblos un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos… Aniquilará la muerte para siempre… Aquel día se dirá: “Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación”.
Y hemos respondido con el salmo: “Habitaré en la casa del Señor por años sin término”. La casa del Señor no se refiere al templo  material, lugar sagrado ciertamente, sino a compartir con él su presencia conmigo y con los hermanos, en los que está el mismo Señor.

Dice san Pablo a los Filipenses en la carta que hemos escuchado que “Dios proveerá a todas vuestras necesidades, conforme a su espléndida riqueza en Cristo Jesús”. Por supuesto que no se trata de una riqueza material, sino de dones o bienes más valiosos, como son los del espíritu.

Esta es una espléndida riqueza que proporciona el Señor a quien se une a él, a quien acepta su invitación para compartir el gozo de su amor generoso, con una fe firme y una esperanza alegre.
Pero, una vez que hemos aceptado su invitación para participar en este banquete de bodas, nos pide y exige que lo hagamos vestidos con el traje de fiesta, que no es otro que el de la gracia. Vivir en gracia. Nos pide erradicar de nosotros el pecado o aquellas actitudes de pecado que nos hacen indignos de compartir con él y los hermanos en el banquete de bodas. (El egoísmo, la injusticia, la ira, la lujuria…).

Eso es lo que quiere indicar cuando dice en el evangelio: Amigo, ¿cómo es que has entrado aquí sin vestirte de fiesta? Y el rey mandó que lo sacaran fuera de la  sala del banquete.

Y el Señor sigue invitando. A buenos y malos. A todos. Porque su amor es generoso, sacrificado y fecundo. No tiene acepción de personas. Y quiere que nosotros seamos sus enviados para invitar a muchos a que asistan al banquete de una misma fe, de un mismo amor, de un mismo Dios, a la fiesta de su presencia entre nosotros.

La eucaristía es un banquete. Nos alimenta su Palabra y comemos el cuerpo de Cristo realmente presente en esa pequeña hostia. Él mismo es el manjar exquisito de que habla la primera lectura. Quien se alimenta de este pan no morirá para siempre. Nos lo dice él mismo en el evangelio. 

P. Teodoro Baztán Basterra

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